A menudo, me encuentro con adolescentes en consulta que se sienten mal porque sus vidas están vacías.
Particularmente, hace poco me he encontrado con uno de 17 años, hijo único, muy protegido, bien parecido y que no se dedica absolutamente a nada, por no hacer, no hace ni la cama, ni pone la mesa…
Como él mismo dice, dedica el día a bajarse a la calle con sus amigos, cuyos oficios son los mismos que el suyo, toman unas litronas, si acaso, toman algún porro y miran el móvil… en su casa, «cada vez paro menos en el salón a medida que me he ido haciendo mayor, sino que me meto en mi cuarto», allí enciende su pc y se lleva horas… está despierto de noche «no me puedo dormir» y duerme toda la mañana.
¿Qué vida más triste, no?, ¿no tienes ilusiones?, ¿no tienes inquietudes?, «sí tengo, pero cuesta llevarlas a cabo…supongo que seré muy flojo».
Mi reflexión es que este niño no se ha vuelto así de pronto, el camino que ha ido siguiendo lo ha llevado directamente a esta situación, sus padres han ido «soltando cuerda» cuando no debían y donde no debían. Muchas veces, llamamos flojos a niños que no han aprendido, porque nadie les ha dado la oportunidad, a tener el valor de la constancia, la fortaleza, la voluntad (pienso que esos valores son los que les ha fallado a esos padres precisamente), y en un momento determinado de la evolución de ese niño, se han encontrado con esta circunstancia.
Confundimos el ocio, necesario para recargar fuerzas y elemento indispensable también para crecer como personas haciendo cosas que nos gustan, con la ociosidad, que es el exceso de ocio y que nos lleva directamente al aburrimiento, pero no a un aburrimiento momentáneo, sino a un aburrimiento de vida que puede derivar incluso en trastornos psicológicos.
El ocio es positivo y la ociosidad es negativa. Como padres necesitamos gestionar los momentos de ocio de nuestros hijos, es parte de nuestra obligación como educadores y es una buena base de crianza.